CRÓNICAS DE LA GRAN BROMA

Los estudios «inútiles»

(Autor: Álvaro de Luna)

 Como bien expresa el título de la propuesta escogida para este ensayo, las humanidades se ven frecuentemente asociadas a la idea de “estudios inútiles”. Esta calificación de “inútil” esconde, por lo general, la noción de que todo aquello que no tenga una utilidad material y práctica, mecánica, o bien carezca de fórmulas o leyes absolutas y mensurables, es inservible. El progreso útil es aquél que, poco a poco, nos va llevando a una comprensión y domesticación del mundo físico cada vez mayores, el que nos permite, por ejemplo, inventar la radio a partir del conocimiento de la energía electromagnética.

 No obstante, y por increíble que parezca hoy día, hubo tiempos en los que el progreso se entendía también en un sentido cultural, filosófico, artístico, espiritual. En el renacimiento, es un caso, Ficino hablaba sobre la dignidad del hombre, casi como un Dios capaz de crear, de inventar, y es a través  de esta -y otras- concepción subjetiva e indemostrable de la condición humana como poco a poco comenzó a calar la idea en la sociedad europea de que el mundo estaba ahí para investigarlo, para descifrar el “libro de Dios”, algo a lo que no alentaba mucho la Biblia, teniendo en cuenta episodios como el de la Torre de Babel o el del Árbol de la Ciencia (con su posterior Caída).

Ahora bien, esta distinción tan clara entre humanidades y las llamadas ciencias naturales, empíricas, se hace mucho más evidente en el siglo XIX, y ya a finales de este siglo el positivismo dictaba sentencia sobre aquello que podíamos calificar de ciencia exacta y aquello que no. Es cierto que el mundo clásico greco-latino no era del todo indiferente a esto, y así lo recoge el sistema medieval para el estudio de las artes liberales, del trivium y quadrivium, que diferenciaba aquellos estudios que implican las matemáticas, el cálculo, etc. de los que se centraban en el lenguaje, la elocución o la gramática. Pero en muchos casos la ciencia, por ejemplo en la astrología o la alquimía, era inseparable de conceptos religiosos, de supersticiones, y así un elemento químico podía tener perfectamente una correspondencia con tal o cual astro.

 Una vez se establece la idea de que sólo aquello que es mensurable, demostrable, es susceptible de ser calificado como ciencia, los estudios considerados de “humanidades” se van separando de ese ideal científico en tanto en cuanto tienen al hombre como objeto de estudio. De ese modo tendríamos que la historia es una ciencia social más exacta que la filosofía, ya que trabaja con textos, pero por supuesto menos que la medicina o la física, pues en las primeras el factor humano no lleva tan fácilmente a conclusiones absolutas.

  Es probablemente este relativismo el que convierte a las humanidades en ciencias “inútiles”. ¿Qué sentido tiene estudiar elucubraciones totalmente subjetivas en muchos casos, que ni pueden ser comprobadas ni, por lo tanto, aceptadas plenamente?. ¿Cómo se puede hablar de progreso y, por lo tanto, de utilidad, si no se da una línea de ideas y conceptos incontrastables que, a fuerza de esto mismo, nos lleven a un paso siguiente en la búsqueda del conocimiento?.

 Pues, primero, es necesario decir que el progreso que conllevan estudios como el de la literatura no es en absoluto lineal en ese sentido, sino que se compone de muchos hitos, de revelaciones y hallazgos de carácter estético, poético, que suponen en sí mismos cimas de la expresión humana. Luego el proceso vuelve a repetirse de forma cíclica.Y segundo, y volviendo al caso de Ficino, porque la utilidad de teorías como la antes citada o, por acercarnos en el tiempo, la propuesta por Levinás acerca de la alteridad, no sólo no son científicamente indemostrables, sino que además no importa en absoluto, pues, como en este último caso, suponen un progreso en la concepción de la ética, del ser humano en sí, que negar su utilidad o la necesidad de ellas sería un grave error.

Pero hay otras muchas razones por las que podríamos considerar los estudios de humanidades no sólo como útiles, sino como necesarios. Sin ellos, es probable que pagáramos diez euros más a menudo para ir a ver al cine películas de dudosísima calidad, y nos viéramos embaucados por las hermosas mujeres (u hombres) que en ella aparecieren, o por las explosiones de gran magnitud, o porque humildemente se nos diga en el cartel que estamos ante “el mayor hallazgo cinematográfico de la época”. Ahora bien, el conocimiento del lenguaje teatral, de los mecanismos de narración, de los diferentes desarrollos que puede tener un personaje, nos vacunan un poco contra la mediocridad artística. No sólo eso, sino que tenemos la suerte de conocer ideas literarias, estéticas, códigos, que se remontan a tiempos muy lejanos, y así no tendríamos problemas en reconocer elementos tan en apariencia anquilosados como el “amor cortés” medieval en muchísimos productos artísticos de hoy día que tratan sobre el amor.  La comprensión que podemos alcanzar de ese producto, en especial si está bien hecho, es mucho más provechosa.

 Esto nos lleva a otra idea: Como estudiantes de literatura, en nuestro caso, podemos ofrecer, aunque humildemente, con una cierta autoridad nuestras opiniones sobre aquello que incluya poesía, diálogo, narración, por mucho que hoy exista un “todo vale” por el cual tú no le puedes decir a un ingeniero de caminos que no te parece correcto tal o cuál puente pero él sí te puede argumentar que, por ejemplo, el Quijote sea un libro malísimo y aburrido. Nosotros tenemos en nuestras manos el intentar demostrar que calidad y gusto personal no son lo mismo, y que la primera puede incluso ser valorada con justicia, que no es tan subjetiva como parece.

Es innecesario decir que la lectura de los diálogos de Platón, con la disposición de Sócrates de discutir desde la humildad y la ignorancia, sin dogmatismos, es todo un progreso, tanto histórico y literario como personal de aquél que lo lee, que incluso miles de años después descubre allí razonamientos y esquemas de pensamiento que siguen conservando la misma fuerza y claridad de entonces, y que de hecho se siguen aplicando. Las humanidades, así, nos enseñan a pensar, a sentir.

Se me ocurren otras muchas razones por las cuales el estudio de las humanidades es vital. Tomemos, por ejemplo, el lenguaje. El lenguaje ha sido estudiado por disciplinas más científicas como la psicología o la neurología: se usa en la psicoterapia, donde el hilo de pensamientos verbalizado por el paciente se convierte en piedra angular de la terapia, y respecto a la neurología hay que decir que lo que hoy día se conoce como programación neurolingüística no se propone otra cosa que realizar cambios neuronales a través del lenguaje. Y no sólo eso, sino que el lenguaje, esa cosa aburrida que a nadie le gusta estudiar, está hoy día en boca de todos: está en el debate feminista y en las guías de lenguaje no sexista, o en las que pretender sustituir lo que en algunos casos se puede considerar términos “degradantes” o “peyorativos”, como en el caso de “ciego” e “invidente”. Luego tan inútil no puede ser el asunto.

 Por último, me gustaría reivindicar de nuevo el estudio de las humanidades, en este caso de la historia, gracias al cual no permaneceríamos impasibles cada vez que, desde los medios, se calificase una situación “de la peor crisis que se recuerda”, peor que la peste bubónica de los siglos XIV y XV o que la segunda guerra mundial, o que la caída del imperio romano de occidente con su subsiguiente crisis.

 Ahora bien, puede que la “razón poética”, esa forma de acercarnos al conocimiento íntimo a través de la poesía o de la belleza, no sea suficiente para curar un dolor de muelas, incluso deberíamos estar muy agradecidos de que disciplinas como ésta se hayan separado de todo aquello que no es científico. Pero tampoco se puede pretender que un Ipod nos vaya a hacer más felices pese al hallazgo técnico que suponga, ni creo que las leyes de la termodinámica en sí mismas nos afecten tanto en sí mismas como la novena sinfonía de Beethoven. Y entre el Ipod y la sinfonía, creo estar seguro de que la segunda es la que supone un mayor progreso para el ser humano. Ambos campos de estudio son, en mi opinión, necesarios para la vida. La ciencia, además, necesita en muchos casos de la ética, aunque en ocasiones le suponga un lastre (como en el caso de las células madre, en mi opinión). Pero también podríamos recordar cómo, tras la segunda guerra mundial, con todo ese despliegue de ciencia destructiva, Freud o Albert Einstein (entre otros) fueron invitados por los gobiernos de las Naciones Unidas a disertar en términos de ética de las consecuencias de un desarrollo científico y tecnológico sin atender a estas consideraciones. Porque éste es otro asunto: pese a que la ciencia nos ofrece las futuras aventuras para la humanidad, la del conocimiento de nuestra psyche a través de la neurología, la de la carrera espacial o la que ha llevado a curar hoy día incluso la invidencia, pues bien, pese a ello, la mayoría de miles de millones dedicados a la ciencia se emplean para el desarrollo militar.

 En mi opinión y siendo justos, una persona no se puede considerar del todo culta siendo ignorante de la ciencia, ni al revés. Ambos campos de estudios son necesarios. Y lo que sí es seguro es que, sin arte, sin música, sin literatura sea en la forma que sea, nadie puede vivir, y que, aunque lo más importante sean los creadores o los artistas en sí, sin la labor de los estudiosos no tendríamos gran cantidad de textos que han sido rescatados o reconstruidos o interpretados, y lo mismo en el caso de partituras, cuadros, etc.

Para terminar, y para aquellos que hayan quedado desilusionados ante la incapacidad del estudioso literario de demostrar sus juicios de forma definitiva, me gustaría recordar que las ciencias no siempre proporcionan leyes tan absolutas como pudiese parecer. Hoy día, por ejemplo, sabemos que la ley de la gravedad no se ajusta a lo descrito por Newton en su “mecánica tradicional”, por la cual los objetos actuaban en un espacio neutro, invariable, sino que éste se deforma por la presencia de masa. El modelo de Newton, que sigue siendo el utilizado en operaciones tan importantes como es la de mandar un cohete al espacio, deja de ser exacto a partir de ciertas velocidades, por ejemplo. Así ocurre que, hoy día, muchas asignaturas técnicas, científicas, se van renovando hasta el punto de que los conocimientos adquiridos por un estudiante en su primer curso han quedado obsoletos cuando acaba la carrera.  Esto es porque la ciencia no trata la realidad, sino modelos de ésta, modelos que fabrica para poder comprenderla y manejarla, pero no dejan de ser modelos, de ahí que nadie haya visto nunca un electrón, aunque el modelo funcione. O sea que, a pesar de ser acérrimos materialistas, tampoco tenemos asegurado la comprensión absoluta de la materia.

Queda uno de los argumentos estrella de estos últimos tiempos, esgrimido contra el estudiante de humanidades: el de las salidas profesionales. Lógicamente, este debate ha perdido el poco sentido que podía tener.

Álvaro de Luna

Esta entrada fue escrita por Germán R. Páez y publicada el 14 de May de 2013 a las 22:39. Se guardó como Artículos, Sin categoría y etiquetada , , , , , , , , , , . Añadir a marcadores el enlace permanente. Sigue todos los comentarios aquí gracias a la fuente RSS para esta entrada.

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