CRÓNICAS DE LA GRAN BROMA

Imbéciles

No sé si alguno ha reparado ya en esto, en alguno de los profundos momentos de angustia que median entre una visita a Facebook y la siguiente, o entre el visionado de uno de los incontables capítulos de la nueva serie de moda y una buena sesión de Twitter, o entre un poco de Whatsupp y un «Skype», o entre una foto en Instagram de los spaghettis que os habéis comido hace diez minutos y un vistazo rápido a vuestra tablet, o entre cualquier forma de comunicación artificial y superflua y el siguiente requerimiento ansioso de algún imbécil (del latín imbecilis, –im: sin, baculum: bastón-: «el que no puede sostenerse sin la ayuda de un bastón») que quiere comunicarse contigo para acallar el miedo y el vacío que crecen en su pecho; sin embargo lo cierto, queridos imbéciles, es que han secuestrado nuestras vidas.

Nuestras vidas han sido secuestradas por un puñado de personas enormemente astutas y desgraciadas, cuyos únicos objetivos son el dinero y el poder. El hecho de que yo no sea capaz de sentarme una tarde a hablar conmigo mismo, de tú a tú, y sacar en forma de escritura lo que yo sé, intuitivamente, que llevo dentro; el hecho de que no sea capaz de llegar, como llegaba antaño, a ese estado que comúnmente se conoce como «inspiración», porque no consigo relajarme y desconectar de esta falsa realidad que hemos construido, basada en la necesidad y el estímulo inmediato; o porque nunca falta algún otro imbécil que me requiera y me distraiga; el hecho de tener  una angustia que brota del fondo del estómago y crece como un árbol a través del diafragma, los pulmones y la garganta, ahogada al borde del grito que pediría desesperadamente ayuda, porque la vehemente necesidad continua de tener que hacer algo me impide eventualmente, en efecto, realizar cualquier cosa; la suma de todo esto, en definitiva, significa que yo también me he convertido en un imbécil. Porque imbécil es el que ha perdido toda referencia de sí mismo y depende siempre de un apoyo, de un estímulo externo, para sentirse completo, como un puzzle al que siempre le faltara una pieza.

Hemos perdido el timón de nuestras vidas, y los que nos lo han arrebatado nos han convertido, muy poco a poco, casi de forma imperceptible, en unos extraños a nosotros mismos. Son astutos, como he dicho, pues lo han hecho mediante un método de una sutilidad maquiavélica. Las nuevas tecnologías, esas que nos han entregado para mejorar nuestras vidas y nuestras posibilidades de comunicación, son las que nos están volviendo unos extraños a los demás y a nosotros mismos. Las posibilidades de la nueva era de la comunicación, que debían empoderarnos frente a la ignorancia y las tiranías, convirtiéndonos así en ciudadanos lúcidos e independientes, nos han vuelto unos imbéciles radicales, unos débiles psíquicos, enfermos de diarrea mental crónica.

A muchos les parecerá que exagero, y otros pensaran que digo la verdad y tendrán un acceso temporal de lucidez. Pero pasados unos minutos, todos volverán a su estado de indulgencia y letargo, al círculo vicioso de angustia y autocomplacencia alimentado por el ego y el estímulo inmediato. Y es que el sistema que han creado esos señores de rostro vago es tan eficaz que, en él, la verdad tiene tan poco valor como la mentira, pues todo se desintegra a velocidad de vértigo, consumido por un fuego incesante de deseo y angustia. Los sofistas de nuestra época ya no tienen ningún miedo a la verdad, pues saben que no es duradera y que, igual que ha aparecido, se irá. Saben que nuestra época ha borrado la frontera entre lo que es mentira y lo que es verdad. Saben que esa verdad ya no remueve conciencias, porque en el caso de que alguna despierte a ella momentáneamente, el fuego interno de la necesidad y la eterna expectativa enseguida le apremiará y le exigirá un nuevo sacrificio, y al individuo no ya no le importará sacrificar la verdad por la mentira, con tal de que ésta sea nueva. La novedad vacua, independientemente de los otros atributos que vayan con ella, es nuestro nuevo Dios. Yo no me considero distinto, pero a veces hay algo que me despierta (un libro, una película, una canción, las palabras de una persona a la que admiro) y me obliga a intentar algo, aunque no sepa muy bien qué, para rescatarme a mismo.

Esta entrada fue escrita por Germán R. Páez y publicada el 23 de May de 2013 a las 0:58. Se guardó como Artículos, Reflexiones literarias, Sin categoría y etiquetada , , , , , . Añadir a marcadores el enlace permanente. Sigue todos los comentarios aquí gracias a la fuente RSS para esta entrada.

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